20 Mayo 2023
AP.- Cada vez que la cumbre del Popocatépetl lanza
fuego o bocanadas de ceniza más fuertes que las
normales, como ocurrió esta semana, lo hace bajo la
atenta mirada de una docena de científicos. Nada
pasa desapercibido porque millones de personas, e
incluso el tráfico aéreo, pueden verse afectados si
entra en erupción: once pueblos cerraron esta semana
sus escuelas debido a la ceniza acumulada sobre
calles y automóviles.
Desde hace casi 25 años la “montaña que humea”, como
lo llamaban los pueblos prehispánicos, es el volcán
más vigilado de México: siete cámaras (una de ellas
térmica), 12 sismógrafos, seis estaciones para medir
deformaciones en sus laderas, dos sensores
infrasónicos y siete estaciones meteorológicas
envían datos las 24 horas, 365 días, al año a un
centro de control situado a 80 kilómetros, en el sur
de la Ciudad de México.
Allí 13 científicos de diferentes especialidades
cubren diversos turnos en una sala cubierta por
pantallas, una especie de unidad de cuidados
intensivos donde se registra en tiempo real cada
tremor, cada exhalación del “Popo”, como los
mexicanos llaman a esa montaña de 5 mil 426 metros
de altura que surgió en el cráter de
otros volcanes y cuya forma actual se remonta a más
de 20 mil años.
La razón es que en un radio de 100 kilómetros
viven 25 millones de personas, hay cientos de
escuelas, hospitales, viviendas y cinco aeropuertos
de constante tráfico nacional e internacional. Todos
podrían verse afectados por una erupción.
Paulino Alonso, uno de los responsables del
Laboratorio de Monitoreo de Fenómenos Naturales del
Centro Nacional de Prevención de Desastres de México
(Cenapred), revisa todas las pantallas cuando inicia
su turno, verifica la sismicidad del país,
del volcán y de la capital, así como las
previsiones meteorológicas y las fumarolas sobre el
cráter.
Las nubes de ceniza merecen especial atención. Según
explicó el técnico, son más o menos grandes y casi
constantes, porque desde 1994 el volcán no duerme.
Un mapa satelital marca esas nubes y una computadora
pronostica los movimientos que harán. Su principal
peligro son los problemas respiratorios en la
población y sus efectos en los aviones, porque la
ceniza puede afectar la visibilidad.
A diferencia de los terremotos, los volcanes son más
predecibles y, aunque la naturaleza siempre puede
dar sorpresas, hay señales de alerta: que aumenten
las explosiones de ceniza y material piroclástico,
se deformen las laderas, que haya más temblores o
que se incrementen los niveles de ciertos gases o
sustancias químicas en los manantiales de la zona.
Para explicar de forma sencilla a la población el
nivel de peligro en cada momento y las precauciones
a tomar, el Cenapred diseñó el semáforo volcánico:
el verde significa tranquilidad; amarillo, alerta;
rojo, peligro. Desde hace años oscila entre varios
niveles dentro del amarillo, que indica que hay que
estar prevenidos, pero sin alarma.
En la sala también se vigilan otros fenómenos
naturales como sismos, huracanes y hasta la
intensidad de los rayos cósmicos del Sol. “Si hay
una explosión importante (en el Sol) podrían verse
afectadas las comunicaciones, la transmisión de
energía eléctrica”, indica Alonso.
El día está tranquilo, pero de repente suena un
acorde. Luego un pitido que se repite cada segundo.
Una estación ha detectado un sismo fuerte y la
computadora está esperando que otra confirme antes
de alertar para evitar falsas alarmas.
Es una grabación de lo que pasó durante el terremoto
del 7 de septiembre de 2017. En la pantalla se ve
cómo el sismo de ese día avanza desde el sur al
centro del país. Una onda morada llega antes a la
capital; es la que hace saltar la alarma. Segundos
después arriban las amarillas, que representan el
peligro.
Si el epicentro no está en la costa, sino en el
centro del país, el margen de maniobra de las
autoridades es mucho menor, porque puede empezar a
temblar en la capital sin que suene la alarma, como
ocurrió en otro sismo, el del 19 de septiembre de
2017, en el que murieron aproximadamente medio
millar de personas.