Aún en febrero algún escritor languideció de morado

 Hakobo Morá

 Recuerdo haber leído la justificación que da Luis Fernando  Moreno Claros en Letras Libres de julio de 2004, acerca del suicidio del escritor Stefan Sweig y de su segunda esposa Letto Altmann durante el carnaval brasileño de Río de Janeiro; textualmente el columnista apunta convencido que “una premonición y un aliento fue para Sweig la sentencia de Montaigne sobre la muerte voluntaria, acto extremo de libertad individual: La vida depende de la voluntad de otros, la muerte, de nuestra voluntad”. Yo estoy convencido, absolutamente, de todo lo contrario. Tenemos una palabra que salta a la vista: “premonición”, que no es más que la hipótesis de una no-realidad un tanto pausible, claro que si ésta se adereza con un baño de moralidad o de una embriaguez esotérica que advierte presagios, rotundamente, el significado cambia. El suicidio con fecha del día 22 de este mes del año 1942l, la causa que decide la muerte: ingesta de veronal… Más de 6 millones de judíos…, y dos personas menos: Sweig que se dijo siempre no ser llamado judío ni austriaco, y quien decide huir de Europa y refugiarse en Latinoamérica, y por consiguiente, de los campos de exterminio nazi, podría ser envíado hacia el campo árido de las estadísticas: la paranoia, que lo distancia, de un modo, de otro gran escritor: Primo Levi, un italiano que padeció -en carne propia-, todas las posibles atrocidades y denigraciones a los que muchos de ellos fueron expuestos en el lager (campo) de Auschwitz hasta el año de 1945, documentándolo en Si ésto es un hombre, texto –apologético-, cuyos personajes se les ve despojados de la toda libertad, inclusive del poder de hablar su propio idioma. Levi muere en el año de 1985, también, porque decide suicidarse lanzándose desde lo alto: tres pisos abajo por las escaleras del edificio donde vivía. Algunos sicólogos lo llamarían sicosis post traumático por guerra; tanto Sweig como Levi fueron víctimas de la guerra, sólo que el primero fue afectado a millones de kilómetros de distancia. Existe otro caso diametral que se opone a la exigencia -de aquél famoso aforismo mal- sanamente interpretado-, extraído de los Ensayos de Michel de Montaigne: Imre Kertész, quien también ha sido un ferviente seguidor del pensador francés. Kertész, quien no se considera ni judío ni húngaro -y a quien se le ha otorgado el Premio Nobel de Literatura en el año 2002-, considera vital, esencial, poner en tema de debate “un antes de Auschwitz y de Buchenwald”, y “un después” de éstos campos de concentración y de exterminio, y de todo aquel aparato nacionalista que ultrajó a toda la población europea excluida del Mein kamp (Mi lucha) –aunque entre nosotros el “nacionalismo patrio” -remasterizado a lo naïf-, se encuentre muy de moda en México. Kertész -como Sweig y Levi-, encarnó, de igual forma, la pesadilla del holocausto…, pero sus revisitaciones poseen una visión profunda, transformado así, toda aquella solución final, en textos de brillantez descomunales, dotándolos bajo el poder de un análisis humanista sobre una existencia previa antisemita fabricada por los propios judíos -mucho antes de la aprehensión de éstos, de los gitanos, escandinavos…, etc.-; de la totalidad de la población europea cristiana o pagana, de todo esa aceptación hierática llamada destino, de la que algunos creen que existe; indudablemente, Kértész sufrió innumerables tipos de vejaciones posibilitadas, no por el antisemitismo, sino originadas de una sed genocida sin fundamento (¿la hay?) pero que, haciendo hincapié en un punto neurálgico acerca del tema del exterminio, él ha afirmado acerca del acto de “morir” o “muerte” o “suicidio” que hace a cualquiera un asesino al quitarse su propia vida, y si los nacistas no lograron acabar con aquéllas víctimas de los lagers, los supervivientes llevaban la responsabilidad de continuar viviendo, aún a pesar de combatir la ferocidad, el dolor, la pérdida de aquéllos penosos recuerdos. Sweig siempre es brillante e irónico desde el autoexilio; y “la universidad de Auschwitz” -palabras de Levi-, atraviesa toda su producción literaria, de su juventud transcurrida en aquel aprendizaje del encierro y la desesperanza; Kertész defiende su derecho a la vida, vive por los otros y los vivos, acepta absolutamente su responsabilidad de los hechos; éste bien podría ser el  “aliento” –contrariamente, a “alentar”, creo,  según Moreno Claros-, aún con el peso del desasosiego del silencio de su espacio vital, con el vacío de aquellas manos por la pérdida de los amigos, de la existencia simple de los familiares; porque si bien es cierto, la muerte se le mantiene, en un invisible límite al que se le sobrevive, desde la convicción firme que confiere el poder de la distancia. 

 

           

           

           

 

 

         

           

                   

 

  

      

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